Solemnidad de todos los santos.
En esta solemnidad la Iglesia
celebra juntos la gloria y el honor de todos los Santos, que contemplan
eternamente el rostro de Dios y se regocijan plenamente en esta visión.
Nos morimos y ¿qué pasa? Meditemos esta homilia de Francisco llena de esperanza llena del Señor
SOLEMNIDAD DE TODOS LOS SANTOS
HOMILÍA DEL SANTO PADRE FRANCISCO
Cementerio romano del Verano
Viernes 1 de noviembre de 2013
A esta hora, antes del atardecer, en este cementerio nos recogemos
y pensamos en nuestro futuro, pensamos en todos aquellos que se han
ido, que nos han precedido en la vida y están en el Señor.
Es muy bella la visión del Cielo que hemos escuchado en la primera
lectura: el Señor Dios, la belleza, la bondad, la verdad, la ternura,
el amor pleno. Nos espera todo esto. Quienes nos precedieron y están
muertos en el Señor están allí. Ellos proclaman que fueron salvados no
por sus obras —también hicieron obras buenas— sino que fueron salvados
por el Señor: «La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el
trono, y del Cordero» (Ap 7, 10). Es Él quien nos salva, es Él
quien al final de nuestra vida nos lleva de la mano como un papá,
precisamente a ese Cielo donde están nuestros antepasados. Uno de los
ancianos hace una pregunta: «Estos que están vestidos con vestiduras
blancas, ¿quiénes son y de dónde han venido?» (v. 13). ¿Quiénes son
estos justos, estos santos que están en el Cielo? La respuesta: «Estos
son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus
vestiduras en la sangre del Cordero» (v. 14).
En el Cielo podemos entrar sólo gracias a la sangre del Cordero,
gracias a la sangre de Cristo. Es precisamente la sangre de Cristo la
que nos justificó, nos abrió las puertas del Cielo. Y si hoy recordamos a
estos hermanos y hermanas nuestros que nos precedieron en la vida y
están en el Cielo, es porque ellos fueron lavados por la sangre de
Cristo. Esta es nuestra esperanza: la esperanza de la sangre de Cristo.
Una esperanza que no defrauda. Si caminamos en la vida con el Señor, Él
no decepciona jamás.
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Hemos escuchado en la segunda Lectura lo que el apóstol Juan decía
a sus discípulos: «Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos
hijos de Dios, pues ¡lo somos! El mundo no nos conoce... Somos hijos de
Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando Él
se manifieste, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal cual es» (1 Jn 3,
1-2). Ver a Dios, ser semejantes a Dios: ésta es nuestra esperanza. Y
hoy, precisamente en el día de los santos y antes del día de los
muertos, es necesario pensar un poco en la esperanza: esta esperanza que
nos acompaña en la vida. Los primeros cristianos pintaban la esperanza
con un ancla, como si la vida fuese el ancla lanzada a la orilla del
Cielo y todos nosotros en camino hacia esa orilla, agarrados a la cuerda
del ancla. Es una hermosa imagen de la esperanza: tener el corazón
anclado allí donde están nuestros antepasados, donde están los santos,
donde está Jesús, donde está Dios. Esta es la esperanza que no
decepciona; hoy y mañana son días de esperanza.
La esperanza es un poco como la levadura, que ensancha el alma;
hay momentos difíciles en la vida, pero con la esperanza el alma sigue
adelante y mira a lo que nos espera. Hoy es un día de esperanza.
Nuestros hermanos y hermanas están en la presencia de Dios y también
nosotros estaremos allí, por pura gracia del Señor, si caminamos por la
senda de Jesús. Concluye el apóstol Juan: «Todo el que tiene esta
esperanza en Él se purifica a sí mismo» (v.3). También la esperanza nos
purifica, nos aligera; esta purificación en la esperanza en Jesucristo
nos hace ir de prisa, con prontitud. En este pre-atarceder de hoy, cada
uno de nosotros puede pensar en el ocaso de su vida: «¿Cómo será mi
ocaso?». Todos nosotros tendremos un ocaso, todos. ¿Lo miro con
esperanza? ¿Lo miro con la alegría de ser acogido por el Señor? Esto es
un pensamiento cristiano, que nos da paz. Hoy es un día de alegría, pero
de una alegría serena, tranquila, de la alegría de la paz. Pensemos en
el ocaso de tantos hermanos y hermanas que nos precedieron, pensemos en
nuestro ocaso, cuando llegará. Y pensemos en nuestro corazón y
preguntémonos: «¿Dónde está anclado mi corazón?». Si no estuviese bien
anclado, anclémoslo allá, en esa orilla, sabiendo que la esperanza no
defrauda porque el Señor Jesús no decepciona.